1 ago 2017


Los hospitales son instituciones increíblemente limpias y la atención de los profesionales sanitarios reúne todas las garantías, pero en nuestro subconsciente seguimos teniendo esos temores. 


Sin embargo, en la época victoriana, de finales del siglo XIX a principios del XX, las circunstancias no eran las mismas. A pesar de haber introducido algunos avances quirúrgicos modernos como el uso de anestésicos y ya se conocía lo que eran las infecciones provocadas por gérmenes, la cirugía era una práctica sombría a la que muchos pacientes no sobrevivían. 


 Debido a la falta de anestésicos los cirujanos tenían que trabajar muy rápido. Una amputación podía durar 30 segundos. 

El anestésico quirúrgico más antiguo es el éter, aunque no siempre estaba disponible. Tenía efectos secundarios como vómitos y era muy inflamable, lo cual unido a que los quirófanos se iluminaban con velas o quinqués, era una mala combinación.


Tras una operación los pobres se quedaban en el hospital, mientras que los ricos eran tratados en su casa. 

Cualquier miembro que era atravesado por el hueso en una fractura abierta, tenía que ser amputado. 


 Si el paciente presentaba una hemorragia que sangraba profusamente, era cauterizada con un hierro al rojo vivo o vertiendo aceite hirviendo sobre la herida. 





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