Un amor que comenzó en una estación de tren
Llegamos entonces a casa. Era en un ancho boulevard que se abría paso entre altas palmeras. Leticia preparó dos tazas de café mientras nos besábamos y nos sentíamos orgullosos – de forma implícita – de las vueltas de la vida. En una radio contigua a la habitación, que permaneció encendida desde antes de nuestra llegada, sonaba un viejo jazz que me recordaba a una noche en Manhattan.
Luego de beber el café y de entregarnos de lleno a los deseos, decidimos intercambiar nuestros números celulares, decirnos nuestras ocupaciones: actualizarnos.
La verdad es que ése momento para mi fue de una inexplicable magia. Me di cuenta de que existían momentos exactos en los cuales el hombre requiere de su mayor lucidez.
A la mañana siguiente nos despertamos sólo porque la luz del sol nos dio en el rostro. Ella preparó un exquisito plato de pasta y me habló acerca de sus antepasados italianos. Yo asentí durante toda la charla, luego le conté un poco acerca de mi linaje y sentí una vez más de que todo camino estaba predestinado. Luego de almorzar, y tras esa breve charla, decidí musicalizar el ambiente, de ésta forma su gran sala de comedor se vio envuelta por la cautivante música de Liszt.
Pasaron un par de horas, aquellas somnolientas de la sobremesa y ella decidió marcharse rumbo a su trabajo. El gran reloj que colgaba en su pared marcaba el número seis. Salió luego de acomodarse un poco el pelo y perfumarse. Yo, por mi parte, prometí esperarla.
La verdad es que ahora, volviendo al presente, no estoy seguro de que se llame Leticia ni que viva en un gran boulevard. Lo cierto es que aquella rubia que acaba de subir al tren tal vez no vuelva a verla jamás. Y otra vez me pierdo en proyecciones, otra vez me ahogo en pensamientos a futuros, otra vez pienso en amor, y otra vez veo pasar frente a mis ojos una historia de amor que no sucederá jamás.
Lo cierto es que nunca la conocí y que tampoco vi hacia dónde se anunciaba su viaje.
Me he habituado a confundir posibles futuros con duros presentes, me he habituado a no mover las piezas y dejarme ganar una vez más.
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